En todas las vidas, y la mía no es
una excepción, hay un momento que marca un antes y un después, un
punto en el que el azar, la suerte, el destino o como quiera
llamársele, te muestra un camino nuevo y te desafia a caminar por
él. Para mí, ese momento llegó una mañana del invierno de 1960, en
el Netherne Hospital, un manicomio situado en las afueras de
Coulsdon (Surrey), donde yo me encontraba trabajando y formándome
como enfermero. Ese día recibí una carta de mi antiguo jefe, el
danés Niels Larsen, en la que me decía que en unos meses comenzaría
a producir y dirigir un largometraje llamado "Tela de araña" y que
si volvía a España podía trabajar en él. Desde entonces, mi vida
estaría indisolublemente ligada al cine.
Yo llevaba dos años en Inglaterra,
donde había llegado con apenas dieciséis huyendo de la pobreza
moral e intelectual de la España de entonces. Había cosechado
patatas en Lincoln, manzanas no sé dónde, trabajado de técnico de
quirófano en Lewisham y durante un tiempo fui lavaplatos en una
casa de té en Croydon. Durante este tiempo, había descubierto el
rock y la música pop, el sexo y los libros prohibidos en España
(mis primeras compras fueron "The Spanish Civil War", de Hugh
Thomas, y "The Spanish Labyrinth", de Gerard Brenan). En el Londres
de Cliff Richard y los Shadows conocí la libertad.
Hasta marcharme a Inglaterra, toda
mi vida había transcurrido en Madrid. Nací en Leganés, pero cuando
tenía dos años mis padres se instalaron en Carabanchel, cerca de la
casa de mis abuelos maternos. Mi madre era modista y mi padre
trabajaba como calefactor en una fábrica de antibióticos y en el
Ministerio de Asuntos Exteriores. Además, echaba unas horas a
destajo como hortelano en las huertas de Carabanchel. Durante mi
niñez, sólo vi a mis padres trabajar, de sol a sol, siete días por
semana.
La obsesión de mi madre fue siempre
que yo estudiase. De los cinco a los ocho años recibí clases
particulares en casa de doña María, una francesa casada con un
militar de los que Azaña había dispensado de servicio durante la
Segunda República. Vivían en un chalet de la Colonia de la prensa y
allí me inicié en el francés, las matemáticas hasta el álgebra, el
latín y la música, sobre todo el solfeo. A los ocho años me
presenté por libre en el Instituto de San Isidro a examinarme para
ingresar de Bachiller, pero aunque mis conocimientos eran
excepcionales, un dictado de cinco líneas, en el que escribí gitano
con jota, me suspendió. Mi madre desolada, ya que el esfuerzo
económico de pagar las clases particulares era enorme para ellos,
decidió enviarme a un colegio "normal". Así acabé en el "Centro
Cultural" de don Pablo -un ex-cura rojo, casado con doña Isabel,
también maestra-, donde hice con éxito mi Bachiller Elemental y su
Reválida sin un solo suspenso y, al ser los idiomas optativos,
estudié inglés y me examiné de francés.
La Universidad era inaccesible para
un hijo de obreros rojos con una familia que había luchado en la
guerra y la había perdido y algunos de cuyos miembros habían
acabado en la cárcel. Por ello, mi familia decidió que no debía
seguir estudiando. Buscaron recomendaciones y contactos y acabé con
dos opciones: botones en el Banco Central o en el Hotel Zurbano. Y
yo opté por lo segundo, sin saber lo importante que sería para mi
futuro esa decisión. Estuve dieciocho meses haciendo recados,
comprando y vendiendo entradas de toros a los turistas, traficando
con paquetes de cigarrillos rubios que conseguía de los soldados
americanos que se hospedaban en el hotel de paso a sus bases de
Torrejón, Zaragoza y Rota.
En el hotel tuve la oportunidad de
conocer a Niels Larsen, quien me ofreció trabajar con él. En sus
oficinas de representación de actores y promoción de proyectos
cinematográficos, coincidí con Gudie Lawaetz, Juanita Moya, Augusto
Boué, Pilar y su hermana Maribel.
El contacto personal y profesional
con Niels Larsen, un hombre de maneras refinadas y vida de Tenorio,
supuso acceder a un grupo de gente culta, educada y cariñosa, que
disparó mi imaginación, me alejó de Carabanchel y pronto incluso de
aquella España pobre, triste y grosera.
Enamorado de Pilar, cuando decidió
casarse y emigrar a Canadá, fui yo también a la embajada de ese
país, en el Edificio España, dispuesto a seguirla. Me dijeron que
sólo admitían solicitudes de inmigración a mayores de 21 años.
Decepcionado, pensé que sin Pilar nada pintaba en España y decidí
irme una temporada a Inglaterra. Todo el mundo me animó por lo
oportuno y útil que resultaba aprender inglés, que yo ya hablaba,
aunque bastante mal.
Mis padres -en especial mi madre-
me apoyaron en esa decisión, buscaron contactos y me dieron todo el
dinero que pudieron; aunque recuerdo que no fue mucho, por que
cuando llegué a la Estación Victoria de Londres sólo tenía en el
bolsillo tres libras y unos chelines.
El día de mi partida estaba toda mi
familia en la Estación del Norte -con lágrimas en los ojos,
especialmente en los de mis padres-, despidiéndome como si me fuera
a otro planeta. También estuvo allí mi prima Julia, a la que por
aquel entonces yo consideraba como a una hermana.
En Valladolid, se subió al tren un
chaval que huía de su casa y nos hicimos bastante amigos. Con él
crucé la frontera de Francia por Hendaya y pasamos juntos los cinco
días que estuve en París. Yo, que nunca había salido de Madrid,
estaba completamente atónito ante aquella hermosa ciudad. Tanto que
recuerdo que escribí a mi madre una postal donde le dije: "Incluso
las aceras son diferentes".
En París me alojé en casa de unos
exiliados españoles, familiares de Moni (África), mi primera
"novia" de Carabanchel. París me deslumbró y allí descubrí la
librería El Globo, los primeros "Ruedo Ibérico" y los libros
prohibidos en España, que acabaría comprando en Foyles de Londres.
Visité el Louvre, la torre Eiffel, Pigalle y paseé muchísimo por
los alrededores de la plaza de la Republique, que era donde vivía
Dani, el primo de Moni, en cuya casa estaba parando.
En tren me fui de París a Londres y
luego a mi destino final: un campo de recogida de patata en
Lincoln. Tuve que pasar la noche en Londres y lo hice en el
Salvation Army de Charing Cross, en un gran dormitorio donde la
gente dormía con su ropa debajo de la almohada por temor a que se
la robasen. Del Salvation Army pasé directamente al barracón de
emigrantes recoge-patatas, en el que un cocinero indio nos
despertaba al son de "Come Fly with Me". Eramos un heterogéneo
grupo de españoles -muy pocos-, yugoslavos, italianos y franceses
que nos rompíamos la espalda día tras día para ganar un sueldo
bastante miserable.
Aguanté escasamente tres semanas
con las patatas y de allí me fui a recoger manzanas, que resultaba
más llevadero. Con las patatas estaba constamente reptando por los
suelos y al final de la jornada tenía un dolor de espalda que casi
me hacía llorar. Recuerdo que la primera noche dormí a la
intemperie, porque el dolor me impedía subir los veinte escalones
que llevaban al barracón. en cambio, con las manzanas volaba por lo
alto de los árboles, siempre en busca de esa pieza rojiza dulce y
brillante que se come con los ojos primero y con la boca
después.
Acabado el veraneo y con él la
época de cosechas, me presenté en Londres y visité a la familia
Terry -una pareja de actores españoles de teatro, exiliados
repubicanos- amigos de unos vecinos nuestros de Carabanchel. Él,
cuyo nombre no recuerdo, ciego, era un hombre muy apasionado al que
caí muy bien, hasta el punto de acogerme en su casa y ayudarme a
buscar trabajo. Allí conocí a su hijo y a su nieto y una de mis
mayores tristezas es haber perdido el contacto con todos ellos.
Hasta mi último día en Inglaterra se preocuparon por mí y de ellos
aprendí mucho de la vida y de la España de la preguerra. Supe, por
ejemplo, que se podía ser de izquierdas, republicano, haber perdido
la Guerra Civil y aun así odiar a los rusos, especialmente a los
comunistas soviéticos. Las discusiones con otros exiliados
españoles, sobre comunismo sí o no, eran interminables.