Un sueño loco

ANDRÉS VICENTE GÓMEZ

En todas las vidas, y la mía no es una excepción, hay un momento que marca un antes y un después, un punto en el que el azar, la suerte, el destino o como quiera llamársele, te muestra un camino nuevo y te desafia a caminar por él. Para mí, ese momento llegó una mañana del invierno de 1960, en el Netherne Hospital, un manicomio situado en las afueras de Coulsdon (Surrey), donde yo me encontraba trabajando y formándome como enfermero. Ese día recibí una carta de mi antiguo jefe, el danés Niels Larsen, en la que me decía que en unos meses comenzaría a producir y dirigir un largometraje llamado "Tela de araña" y que si volvía a España podía trabajar en él. Desde entonces, mi vida estaría indisolublemente ligada al cine.

Yo llevaba dos años en Inglaterra, donde había llegado con apenas dieciséis huyendo de la pobreza moral e intelectual de la España de entonces. Había cosechado patatas en Lincoln, manzanas no sé dónde, trabajado de técnico de quirófano en Lewisham y durante un tiempo fui lavaplatos en una casa de té en Croydon. Durante este tiempo, había descubierto el rock y la música pop, el sexo y los libros prohibidos en España (mis primeras compras fueron "The Spanish Civil War", de Hugh Thomas, y "The Spanish Labyrinth", de Gerard Brenan). En el Londres de Cliff Richard y los Shadows conocí la libertad.  

Hasta marcharme a Inglaterra, toda mi vida había transcurrido en Madrid. Nací en Leganés, pero cuando tenía dos años mis padres se instalaron en Carabanchel, cerca de la casa de mis abuelos maternos. Mi madre era modista y mi padre trabajaba como calefactor en una fábrica de antibióticos y en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Además, echaba unas horas a destajo como hortelano en las huertas de Carabanchel. Durante mi niñez, sólo vi a mis padres trabajar, de sol a sol, siete días por semana. 

La obsesión de mi madre fue siempre que yo estudiase. De los cinco a los ocho años recibí clases particulares en casa de doña María, una francesa casada con un militar de los que Azaña había dispensado de servicio durante la Segunda República. Vivían en un chalet de la Colonia de la prensa y allí me inicié en el francés, las matemáticas hasta el álgebra, el latín y la música, sobre todo el solfeo. A los ocho años me presenté por libre en el Instituto de San Isidro a examinarme para ingresar de Bachiller, pero aunque mis conocimientos eran excepcionales, un dictado de cinco líneas, en el que escribí gitano con jota, me suspendió. Mi madre desolada, ya que el esfuerzo económico de pagar las clases particulares era enorme para ellos, decidió enviarme a un colegio "normal". Así acabé en el "Centro Cultural" de don Pablo -un ex-cura rojo, casado con doña Isabel, también maestra-, donde hice con éxito mi Bachiller Elemental y su Reválida sin un solo suspenso y, al ser los idiomas optativos, estudié inglés y me examiné de francés.

La Universidad era inaccesible para un hijo de obreros rojos con una familia que había luchado en la guerra y la había perdido y algunos de cuyos miembros habían acabado en la cárcel. Por ello, mi familia decidió que no debía seguir estudiando. Buscaron recomendaciones y contactos y acabé con dos opciones: botones en el Banco Central o en el Hotel Zurbano. Y yo opté por lo segundo, sin saber lo importante que sería para mi futuro esa decisión. Estuve dieciocho meses haciendo recados, comprando y vendiendo entradas de toros a los turistas, traficando con paquetes de cigarrillos rubios que conseguía de los soldados americanos que se hospedaban en el hotel de paso a sus bases de Torrejón, Zaragoza y Rota.

En el hotel tuve la oportunidad de conocer a Niels Larsen, quien me ofreció trabajar con él. En sus oficinas de representación de actores y promoción de proyectos cinematográficos, coincidí con Gudie Lawaetz, Juanita Moya, Augusto Boué, Pilar y su hermana Maribel. 

El contacto personal y profesional con Niels Larsen, un hombre de maneras refinadas y vida de Tenorio, supuso acceder a un grupo de gente culta, educada y cariñosa, que disparó mi imaginación, me alejó de Carabanchel y pronto incluso de aquella España pobre, triste y grosera. 

Enamorado de Pilar, cuando decidió casarse y emigrar a Canadá, fui yo también a la embajada de ese país, en el Edificio España, dispuesto a seguirla. Me dijeron que sólo admitían solicitudes de inmigración a mayores de 21 años. Decepcionado, pensé que sin Pilar nada pintaba en España y decidí irme una temporada a Inglaterra. Todo el mundo me animó por lo oportuno y útil que resultaba aprender inglés, que yo ya hablaba, aunque bastante mal.

Mis padres -en especial mi madre- me apoyaron en esa decisión, buscaron contactos y me dieron todo el dinero que pudieron; aunque recuerdo que no fue mucho, por que cuando llegué a la Estación Victoria de Londres sólo tenía en el bolsillo tres libras y unos chelines.

El día de mi partida estaba toda mi familia en la Estación del Norte -con lágrimas en los ojos, especialmente en los de mis padres-, despidiéndome como si me fuera a otro planeta. También estuvo allí mi prima Julia, a la que por aquel entonces yo consideraba como a una hermana.

En Valladolid, se subió al tren un chaval que huía de su casa y nos hicimos bastante amigos. Con él crucé la frontera de Francia por Hendaya y pasamos juntos los cinco días que estuve en París. Yo, que nunca había salido de Madrid, estaba completamente atónito ante aquella hermosa ciudad. Tanto que recuerdo que escribí a mi madre una postal donde le dije: "Incluso las aceras son diferentes".

En París me alojé en casa de unos exiliados españoles, familiares de Moni (África), mi primera "novia" de Carabanchel. París me deslumbró y allí descubrí la librería El Globo, los primeros "Ruedo Ibérico" y los libros prohibidos en España, que acabaría comprando en Foyles de Londres. Visité el Louvre, la torre Eiffel, Pigalle y paseé muchísimo por los alrededores de la plaza de la Republique, que era donde vivía Dani, el primo de Moni, en cuya casa estaba parando.

En tren me fui de París a Londres y luego a mi destino final: un campo de recogida de patata en Lincoln. Tuve que pasar la noche en Londres y lo hice en el Salvation Army de Charing Cross, en un gran dormitorio donde la gente dormía con su ropa debajo de la almohada por temor a que se la robasen. Del Salvation Army pasé directamente al barracón de emigrantes recoge-patatas, en el que un cocinero indio nos despertaba al son de "Come Fly with Me". Eramos un heterogéneo grupo de españoles -muy pocos-, yugoslavos, italianos y franceses que nos rompíamos la espalda día tras día para ganar un sueldo bastante miserable.

Aguanté escasamente tres semanas con las patatas y de allí me fui a recoger manzanas, que resultaba más llevadero. Con las patatas estaba constamente reptando por los suelos y al final de la jornada tenía un dolor de espalda que casi me hacía llorar. Recuerdo que la primera noche dormí a la intemperie, porque el dolor me impedía subir los veinte escalones que llevaban al barracón. en cambio, con las manzanas volaba por lo alto de los árboles, siempre en busca de esa pieza rojiza dulce y brillante que se come con los ojos primero y con la boca después. 

Acabado el veraneo y con él la época de cosechas, me presenté en Londres y visité a la familia Terry -una pareja de actores españoles de teatro, exiliados repubicanos- amigos de unos vecinos nuestros de Carabanchel. Él, cuyo nombre no recuerdo, ciego, era un hombre muy apasionado al que caí muy bien, hasta el punto de acogerme en su casa y ayudarme a buscar trabajo. Allí conocí a su hijo y a su nieto y una de mis mayores tristezas es haber perdido el contacto con todos ellos. Hasta mi último día en Inglaterra se preocuparon por mí y de ellos aprendí mucho de la vida y de la España de la preguerra. Supe, por ejemplo, que se podía ser de izquierdas, republicano, haber perdido la Guerra Civil y aun así odiar a los rusos, especialmente a los comunistas soviéticos. Las discusiones con otros exiliados españoles, sobre comunismo sí o no, eran interminables.