La literatura y el cine son dos
herramientas diferentes para agujerear la misma pared.Si en esa
pared situamos un televisor, cabría utilizar el cine y la
literatura como si fueran la misma herramienta.
Algo así es lo que sucede cuando a
alguien como yo le ponen entre las manos ese mecanismo pecualiar
llamado serie de televisión.
Porque la escritura de hoy está en
la mirada. Y el cine, en esa medida, ya no es sólo imágen. Es
mirada. Y una serie de televisión como "Los Pazos de Ulloa" es
además, y sobre todo, cine. De estas y otras cuestiones me gustaría
hablar con la autora del libro. Por tanto, invoco y convoco al
espíritu de Emilia Pardo Bazán.
No viene. Pero suena el teléfono.
No es ella, sino una periodista acatarrada. "¿Señor Suárez?",
indaga meliflua. Y en seguida me pregunta qué opino de la serie que
acabo de realizar. Y no sólo eso, sino que también requiere mi
opinión sobre el libro, y sobre la Pardo, y sobre las adaptaciones
literarias en general, y sobre Televisión Española en particular, y
me pide que le diga a cuánto asciende el presupuesto de que he
dispuesto, y si los actores hablan con acento gallego, y si me
parece bien la ley de Pilar Miró, y por qué las últimas películas
españolas no han funcionado, y si estoy en contra de la OTAN, y qué
diferencia hay entre una serie y una película, y si no temo que con
tanta adaptación literaria los españoles dejen de leer (sic), lo
que no le impide confesar que ella no ha leído a la Pardo Bazán, es
decir, poco, hace años, y no se acuerda, y quiere que le
proporciones la ficha técnica de la serie, porque la tenía pero la
perdió. Y cuando empiezo a hablarle de los decorados de Gerardo
Vera, de la fotografía de Carlos Suárez y de la muy excepcional
interpretación de José Luis Gómez, me interrumpe para espetarme la
más insidiosa de las insinuaciones: "Entonces, ¿está usted
contento?".
Pues bien, estoy contento. Cuelgo
el teléfono, y ésta es la primera razón por la que estoy
contento.
Y entonces pasa lo que tiene que
pasar: se me aparece la Pardo Bazán y viene a sentarse en mis
rodillas. No es precisamente un fantasma etéreo. Pesa. Pesa
endiabladamente. Y me dice al oído: "Eres un redomado hipócrita".
Lo hace, eso sí, sin resentimiento. Incluso, diría yo, con procaz
ternura.
¿Pretender convencerles -dice la
Pardo-, de que durante las 16 semanas de rodaje pensabas en mí
cuando me transportabas con ligereza de un lado a otro, al dictado
de tus más inconfesabes instintos? ¿Lo hacías de verdad para
contribuir a restablecer mi memoria?
Una estentórea risotada me rompe el
tímpano.
¡Hipócrita! -exclama-. ¡Fui yo la
que pensaba en tí! Y me dije: "Vamos a dejarle que haga lo que
quiera, porque en definitiva sólo hará lo que pueda".
Y pude -replico con torpe
altanería.
¡Oh, sí! -concede-. No creas que
voy a salirte ahora con pruritos de autor. En estas ocasiones,
querido Gonzalo, los autores estamos mejor muertos. Es la actitud
más saludable.
Te lo agradezco -digo con inefable
sinceridad, y las piernas se me adormecen paulatinamente bajo las
nalgas invasoras de mi difunta colega.
Pero, ¿tú crees que todo eso que yo
he escrito tendría en estos momentos alguna actualidad si alguien
no lo reviviera en la cajita del televisor? -inquiere con súbita y
demoledora perspicacia. Me guardo muy bien de responder. No hace
falta. Ella responde. Sin embages. Sólo depende del grado de
intensidad que se le confiera -dice-, y desaparece. Pero vuelve a
aparecer.
Si algo has obtenido, no te
vanaglories -me advierte-. Has contado con buenos aliados.
Y esta vez desaparece
definitivamente. Siento alivio. Sólo se me ocurre añadir que las
buenas historias son a veces cultura, y la cultura es siempre
entropía. Cuando se aplica una carga adecuada a un determinado
relato puede suceder que el relato en cuestión cobre una relativa
apariencia de vida y suplante, por su evidencia, a esa otra ficción
de cuatro paredes que apodamos realidad.
Y cuando algo así pasa en un
televisor no basta con mirar. Conviene, también, ver.
GONZALO SUÁREZ.